sábado, 31 de enero de 2009

Bruno y Johnny



Hace unos minutos escuchaba el silbato del tren. Nunca que pensé que un sonido tan simple podría llegar a hacerme tan feliz.

Ahora una vida nueva se abre delante de mi.

Escucho el acompasado traqueteo de el tren en las vías, mientras la niña pequeña de delante juega a ser piloto. Está muy entusiasmada con su avión de papel y sus ojos brillan como el sol a través de las ventanas del tren, brillan como la inocencia de su portadora mientras se divierte soñando. Creo que aun recuerdo cuando era niña.

El miércoles después de una larga tarde en la cafetería llegue a casa y no me sorprendí al encontrarla vacía. Estaba acostumbrada al silencio. Después de cenar media alcachofa del lunes y un yogur me sente a ver la televisión, una de esas películas en que crees que has llegado cuando ya había empezado porque no te enteras de nada y justo cuando crees que empiezas a entenderla ves los créditos del final. Odio las películas que acaban sin resolverse.

El jueves por la mañana me levanté como siempre a las 7.30 y cuando me quise dar cuenta ya estaba con una amplia sonrisa tras el mostrador de La Gaviota, sirviendo cafés a las mismas corbatas y a los mismos carmines de todos los días. Gente demasiado ocupada como para ser más que corbata o carmín.

Después de un rápido almuerzo con Ester, mi compañera tras la barra, y digo rápido porque Pilar empezó a quejarse de que éramos unas vagas, volví a mi posición habitual entre las cafeteras y la estantería de las bebidas alcoholicas. La estantería del millón de dólares solía llamarla Pilar, porque es la que más caja hacía a partir de las diez de la noche, cuando yo, por suerte, ya me habia ido a casa.

Cuando salí, cerca de las diez comencé a caminar a casa. Y sin ser demasiado consciente, mis pasos no me guiaron a casa sino a un parque. Cuando de pronto me di cuenta de que aquel sitio no estaba de camino a mi casa, salí de mi ensimismamiento y caí en la cuenta de dónde estaba. Era el parque en el que solíamos jugar mi hermana pequeña y yo hace unos quince años. Le encantaba jugar con aviones de papel y allí echábamos carreras y competíamos por ver que avión llegaba más lejos. Hacía muchos años que no nos veíamos más que en las fechas obligadas.

Parece ser que a mis pies no les gustaba la soledad y me jugaron una mala pasada al llevarme allí.

Ayer viernes amanecí de la misma forma automática. Cuando me quise dar cuenta estaba de nuevo en la cafetería y esta vez Ester había quedado para comer con su amiga Sandra, asique yo comí unas anchoas de la barra y seguí en mi sitio de siempre hasta la tarde. Esa tarde Ester me regaló Las armas secretas de Julio Cortázar; era mi cumpleaños. Recordé lo mucho que me gustaba Cortázar, y al acabar el relato de El perseguidor me sentí un poco como ese Bruno observando al gran Johnny Carter apagarse.

Decidí hacer una locura y dejar de observar, dejar de apagarme en ese tremenda soledad del observador. Por eso esta mañana salí por ultima vez de mi piso y fui hacia la estación de tren.

Y aqui estoy dejando atrás La Gaviota, a Pilar y sus riñas, al eco de mi piso, a levantarme directamente en el trabajo y a la emocionante tarea de servir cafés a corbatas y carmines.

Creo que ahora me subiré al avión de esa pequeña niña.

-Señora, quiere volar conmigo - me dice de forma inocente.

1 comentario:

Anónimo dijo...

"corbatas y carmín"


¡qué grande!